201707.12
Apagado
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Doctrina destacada: El instituto de la curatela en los penados

El instituto de la curatela en los penados. Código Civil y Comercial. Código Penal

En el presente artículo de doctrina, la doctora Giavarino, analiza la implementación del instituto de la Curatela –regulado en el Código Civil y Comercial- en la figura de las penas accesorias de restricción de capacidad pero fijadas en el Código Penal.

El instituto de la curatela en los penados

El planteo del problema

La entrada en vigencia del nuevo Código Civil y Comercial (CCyCo.) a partir del 1/8/2015 ha traído consigo la consolidación de un régimen jurídico más flexible y respetuoso de la autonomía del ser humano, cuando se trata de los alcances de su capacidad jurídica de obrar por sí mismo.

El modelo velezano, basado en la antinomia de persona capaz-incapaz, fue suplido por otro donde prima una concepción más humanista, acorde a los avances no solo de la ciencia y de la tecnología, sino también del pensamiento jurídico. Sin embargo, a la luz del diseño de Vélez Sarsfield, muchas fueron las normas jurídicas que receptaron, en los ámbitos que regularon, este estatus jurídico de “incapaces”, para colocarlos en una determinada situación, diferenciada del resto.(1)

Uno de los ejemplos más notables, que aún perdura en la letra de la ley y que se entiende aplicable en muchas causas judiciales, lo encontramos en el artículo 12 del Código Penal.

Esta norma, a la par de establecer como pena accesoria una inhabilitación absoluta para el condenado a más de tres años de prisión o reclusión, incluye dos preceptos que hacen a su condición civil: la privación de la patria potestad y de la administración y disposición de sus bienes por actos entre vivos, a cuyo fin declara que “…quedará sujeto a la curatela establecida por el Código Civil para los incapaces”.

Dicho artículo no aparece modificado ni por el Código unificado ni por la ley 26994, que aprueba el texto de este último y adapta una serie de normas vinculadas a él. Tampoco ha sido expresamente derogado.

Tenemos así dos ordenamientos que podríamos poner en un pie de igualdad en lo que hace a su jerarquía normativa, más allá de la temática propia de su contenido, que tratan del estatus jurídico de una persona en lo que hace a su consideración como sujeto de derechos civiles de modo dispar.

Esta falta de sintonía es la que nos alienta a hacer algunas reflexiones en torno a la vigencia del citado artículo 12 del Código Penal, en la parte pertinente, frente a la actual normativa de naturaleza civil.

Un brevísimo repaso histórico

Sin ánimo de profundizar en el punto, las instituciones responden a una determinada realidad social que se da en un momento histórico también determinado; de allí que tener una visión retrospectiva de la norma que nos ocupa, así como de su consideración por la doctrina autoral y jurisprudencial, nos permitirá ubicarnos en la consideración de su vigencia. Haremos así un breve paneo desde estos tres ángulos.

Desde una perspectiva normativa, el precepto contenido en el artículo 12 del Código Penal aparece en el ordenamiento sancionado en el año 1921 y desde entonces su texto se ha mantenido inalterado, a pesar de las muchas modificaciones que ha sufrido dicho cuerpo normativo a través del tiempo.

Es interesante destacar en este punto que desde el Proyecto Tejedor de 1864 -que luego diera origen al primer Código Penal de la Nación en 1886- estuvo presente esta idea de sumar a ciertas penas la interdicción civil del condenado, si bien en los sucesivos proyectos que se dieron a lo largo del tiempo, tanto antes de la sanción del Código vigente como luego de ella, se previó esta medida de naturaleza civil con distinto alcance en cuanto a los actos incluidos. Es recién en el Anteproyecto de Código Penal para la República Argentina de Sebastián Soler del año 1960 que desaparece la medida de incapacitación civil del penado.(2)

De más está agregar que el último Anteproyecto de Código Penal del año 2013, elaborado por la Comisión designada por decreto (PEN) 678/2012 y presidida por Zaffaroni, tampoco afecta la capacidad civil del penado, limitando la pena de inhabilitación al ejercicio de la función pública (art. 38).

Volviendo a la perdurabilidad que mencionáramos en el primer párrafo, advertimos que ella tiene su lógica por cuanto la consecuencia allí prevista, en los puntos que nos interesa, era conforme al régimen estatuido por la legislación civil, a la cual corresponde lo atinente tanto a la entonces denominada “patria potestad” como a la gestión del patrimonio del penado, para lo cual se preveía un “curador”, como si fuera un “incapaz absoluto de hecho”.

En este ámbito, recordemos que el Código de Vélez, cuando regulaba la “incapacidad” como estatus jurídico, la asignaba a quienes por insuficiencias mentales o cuestiones biológico-naturales carecían de discernimiento suficiente para tomar sus propias decisiones, y este desconocimiento del valor jurídico de la voluntad del sujeto, ponderada en términos de “absoluta” por el Codificador, era suplido por la institución de la “curatela” (arts. 54/62128129140141, ss. y concs., CC).

Al igual que la ausencia o escasez de discernimiento -con los matices con que se valoraba en ciertos casos- se asociaba al estatus jurídico de “incapacidad de hecho”, este último se asociaba al de “curador”, en tanto tercero ajeno al causante, cuya voluntad venía a suplir jurídicamente la de aquel; su función apuntaba a protegerlo en el ejercicio de sus derechos y conservación de su patrimonio (arts. 468 a 484, CC). La sentencia judicial que así decidía colocaba al sujeto en situación de “interdicción”.(3)

Sin embargo, no podemos olvidar tampoco que Vélez también consideraba la institución de la “curatela” y había previsto la “interdicción” para otros supuestos no vinculados con el discernimiento ni, necesariamente, la salud mental.

Así, en este último punto, existía el caso de “los sordomudos que no saben darse a entender por escrito” [art. 54, inc. 4)], a quienes consideraba incapaces absolutos de hecho por la mera circunstancia de no poder expresarse por escrito, según lo que resulta de la redacción dada a su artículo 155 originario.

Con la figura del “curador” ocurría algo parecido; si bien estaba previsto como sustituto del interdicto, también consagraba la institución como recurso de protección de un patrimonio cuando, circunstancialmente, carecía de quien ejerciera su titularidad. Tales los casos del patrimonio relicto y del patrimonio de la persona ausente.

En el primer supuesto, regulado por los artículos 485 a 490, y en el segundo, por el artículo 115 del Código velezano y mantenido luego por los artículos 15, 17, 25 y concordantes de la ley 14394, podemos ver un común denominador, no ya en la situación de insuficiencia psíquica o sensorial que colocaba al sujeto en inferioridad de condiciones jurídicas, sino en la protección de un patrimonio carente de gestor o gestionado de modo insuficiente.

No es extraño entonces que la institución de la “curatela”, con cierta autonomía funcional, se haya aplicado analógicamente a otras situaciones donde podríamos decir que primaba un interés tutelar.

El artículo 12 del Código Penal que hoy nos ocupa es un ejemplo de ello. Como veremos a continuación, tanto la doctrina como la jurisprudencia justificaron su existencia y mantenimiento por casi cien años, precisamente en el entendimiento de que a través de él se aseguraba el ejercicio de ciertos derechos civiles del condenado que, a causa del encierro, podían ser vulnerados u obstaculizados.

La doctrina autoral se pronunció en sentido positivo respecto de la situación en la que se colocaba al condenado a una pena superior a tres (3) años, equiparándolo a un incapaz “de hecho”, en la terminología velezana -hoy “de ejercicio”-, pero relativo, dado que la restricción opera respecto de ciertos actos que la norma enumera, pudiendo realizar por sí todos los demás de su vida civil.

En general, los autores han considerado históricamente que la incapacitación y la consecuente designación del “curador” previstas en la norma no resultarían necesarias frente a la existencia de otra representación que involucre al penado en razón de su edad o situación personal(4). Sin embargo, la doctrina más moderna ha evolucionado hacia el cuestionamiento de esta medida, que es considerada -antes que tuitiva- represiva y discriminatoria.(5)

Por último, en el plano jurisprudencial, la doctrina se ha mostrado preocupada y variable en cuanto a la subsistencia de esta interdicción civil y sus alcances.

Mientras algunos tribunales -incluyendo la Corte Suprema de Justicia, en un viejo fallo- se han expedido afirmando el carácter tutelar y limitado de la medida(6), aclarando que la situación del penado es equiparable a la de un “incapaz de hecho relativo”(7), otros(8) le han atribuido carácter punitivo y, por ello, la han declarado inconstitucional.

Este último punto, vinculado con la constitucionalidad o inconstitucionalidad de las restricciones contenidas en los dos últimos párrafos del artículo 12 -temas que nos ocupan en el presente-, continúa hoy en día vigente. Una muestra de ello podemos apreciar en fallos de data cercana, recaídos en las causas “Mansilla, Alberto del Valle s/casación”, de fecha 5/6/2015, donde la Sala III de la Cámara Federal de Casación Penal se expidió por la constitucionalidad del artículo 12, en cuanto dispone la incapacidad del penado, siguiendo la misma postura que la Sala I de dicho Tribunal, mientras que su Sala IV, en autos “Nieva, Luis Antonio Marcelo s/recurso de casación”, de fecha 2/10/2015, declaró “…la inconstitucionalidad del artículo 12, segunda y tercera disposición, del Código Penal…”.(9)

El juego de los ordenamientos

El paso del tiempo ha venido acompañado también de una nueva mirada del hombre como ser social de interés jurídico. Lo que se suele llamar “humanización del derecho” no es otra cosa que su concepción desde la perspectiva del ser humano como principio y fin de su existencia. La persona humana pasa a constituirse en el punto de partida y de destino de cualquier regulación o medida que lo afecte en su esfera de vida, evitando su avasallamiento innecesario y sin perjuicio de las necesarias restricciones que queda imponer en resguardo de intereses superiores.

Esta nueva postura, alimentada desde hace años por los documentos internacionales en materia de derechos humanos, tan vapuleados en varias partes del mundo, fue paulatinamente adquiriendo carta de ciudadanía en nuestro medio y concretando diversos cambios legislativos, muchos en cumplimiento de las obligaciones asumidas por el Estado al ratificar los citados instrumentos internacionales.

Uno de esos cambios trascendentes operó en materia de “capacidad” de la persona humana, en tanto aptitud que le reconoce el derecho objetivo para titularizar y ejercer por sí mismo los derechos que le confiere. No es esta una cuestión menor, desde que es un dato esencial para la vida misma en sociedad del sujeto, que se proyecta en todo el espectro de sus manifestaciones vitales y que debe ser ponderada en términos de congruencia por todo el ordenamiento, cualquiera sea el ámbito que rija.

Es entonces indiscutible que todo lo atinente a este atributo de la personalidad que nos atañe a los seres humanos es un tema de los que predicamos los operadores jurídicos, tiene naturaleza civil, entendida esta materia como aquella que involucra los asuntos personales y patrimoniales del sujeto en su vida privada.

Desde este posicionamiento, entendemos que la consecuencia prevista para el condenado a más de tres años de prisión en los dos últimos párrafos del artículo 12 de Código Penal constituye una medida que toma un tribunal penal, pero de naturaleza civil.

Repárese en que el precepto normativo resulta divisible: en su primer párrafo, consagra la pena de “inhabilitación absoluta” por el tiempo de la condena, cuyos alcances resultan regulados en el artículo 19 del mismo cuerpo legal; y en los párrafos segundo y tercero, lo priva del ejercicio de la patria potestad y de la administración y disposición de sus bienes por actos entre vivos, sometiéndolo a la institución de la “…curatela establecida por el Código Civil para los incapaces”.

Esta última frase del artículo se destaca, pues entendemos que ha dado pie a identificar al penado a más de tres años de reclusión o prisión con un “incapaz de hecho”, cuando en realidad ni el Código de Vélez -aun con las modificaciones que se le hicieron- ni eventualmente el Código Penal le atribuyen esa situación jurídica. Este último dice que para el ejercicio de los derechos de “patria potestad” y gestión patrimonial se nombrará el “curador”que establece la legislación civil para los “incapaces”, pero ello no significa que lo sean, desde que la última no incluye en la enumeración del entonces vigente artículo 54 a los penados ni los considera “incapaces relativos”, como a los menores adultos.

Obsérvese, en este último sentido, que la consideración del menor “adulto” en cuanto a su capacidad era inversa a la que se atribuye al penado cuando se dice que es un “incapaz de hecho relativo”. El menor adulto era, por regla, “incapaz de hecho”, pero relativo por cuanto la ley lo habilitaba a realizar por sí ciertos actos; el penado, por regla, conserva su capacidad general; solo se lo priva de los derechos apuntados.

En términos actuales, podríamos decir que es una persona con capacidad de ejercicio restringida.

Pero volvamos a la designación de un curador. Vimos en párrafos anteriores que el Código anterior preveía esta medida no solo para los interdictos, sino también para los ausentes y para las herencias sin administrador (arts. 485/490, CC), es decir, resguardaba los derechos patrimoniales de un sujeto “no presente” para ejercerlos. Pero si nos atenemos a la frase usada en el artículo 12, in fine, del Código Penal y vamos al Capítulo I del Título XIII del Libro I de Vélez, leemos que se titula “Curatela a los incapaces mayores de edad” y se inicia con dos artículos que claramente nos ubican en la situación comprendida: “Se da curador al mayor de edad incapaz de administrar sus bienes” (art. 468) y “Son incapaces de administrar sus bienes, el demente aunque tenga intervalos lúcidos y el sordomudo que no sabe leer y escribir” (art. 469).

Las dos situaciones consideradas son coincidentes con los supuestos de “incapacidad absoluta” previstos de modo restrictivo en el artículo 54, incisos 3) y 4). Pero ese numerus clausus nunca incluyó al penado ni le fue asignado el estatus jurídico con el que se lo identificó en la doctrina y la jurisprudencia. La locución “incapaz de hecho relativo” a la que se acudió para zanjar el punto resulta incongruente en sí misma, si se aprecia que en ella la “incapacidad” marca la regla y el calificativo “relativo” alude a que no es “general” sino solo “parcial”, cuando en realidad la regla es la inversa.

A más de ello, vemos que la “curatela … para los incapaces” se refiere al ejercicio de los derechos patrimoniales, no a los propios de la entonces vigente “patria potestad”. Respecto de esta, el Código Civil anterior -por lo menos, a partir de la ley 23264 del año 1985- suspendía su ejercicio (art. 309); no privaba al sujeto del derecho-deber, salvo en el supuesto de artículo 307, inciso 1), y más allá del verbo usado en el artículo 12 del Código Penal.

Si descartamos el estatus jurídico de “incapaz de hecho” aunque sea relativo, tenemos que concentrarnos en la designación del curador; al respecto, entendemos que efectivamente la imposición que supone el artículo 12 del Código Penal resulta legítima en el marco de un contexto donde, se reitera, la institución aplica también para otras situaciones que -a la luz de la justificación que siempre se le ha dado a la norma- guardan mayor similitud con la actual.

Desde otro punto de vista, la legislación de fondo penal no podría imponer un estatus jurídico no previsto por la legislación civil respecto de una determinada situación personal; lo que sí podía hacer -entendemos- es disponer una medida protectoria de los bienes, ya considerada por la legislación civil para varias situaciones que no se relacionan con la pérdida de la capacidad jurídica.

Más allá de estas disquisiciones de tipo interpretativo, lo cierto es que la doctrina autoral y jurisprudencial ha sostenido la pertinencia jurídica de estas restricciones en la finalidad tuitiva y el objetivo práctico que las inspira, además de la legalidad que supone su consagración legislativa inveterada.

Sin embargo, el modelo de protección jurídica del individuo ha cambiado y este giro que ha tenido el ordenamiento jurídico nos lleva a plantearnos la subsistencia de estas restricciones a la luz del sistema jurídico vigente.

El escenario actual

Enfrentados a esta disyuntiva, se abren interrogantes, tales como si el artículo 12, en cuanto dispone en sus dos últimos párrafos, es compatible con la nueva regulación en materia de capacidad de ejercicio o con la institución de la curatela, si supera el juicio de “convencionalidad” o si el juez penal conserva facultades respecto de los derechos personales y patrimoniales del penado.

Consideramos que un necesario punto de inicio está en el plexo normativo, a cuya luz tenemos que pensar el tema. Es que el ser humano como sujeto de derechos no es un ente compartimentable, al que se considera por partes escindibles, sino un ser único con un haz de derechos integrados, valorados y respetados de modo transversal por el ordenamiento jurídico. Ordenamiento que, a su vez, no se agota en la legislación de generación interna o local, sino que se fusiona con la normativa de origen supranacional que, a su vez, integra al ser humano en la estructura jurídica en la cual vive.

Así, la nueva legislación en materias privadas -civil y comercial- hace gala de esta integración y destaca, a la par del llamado proceso de “constitucionalización del derecho civil”, la necesidad de llegar a soluciones que se nutran de todas las fuentes que enumera en su artículo 1 y que enlaza como un “diálogo de fuentes”(10). Entre ellas, la “…Constitución Nacional y los tratados de derechos humanos en los que la República sea parte” (art. 1,CCyCo.).

Sin entrar en el análisis pormenorizado de los acuerdos internacionales, forzoso es recordar en el punto que documentos tales como la Declaración Americana de los Derechos y Deberes del Hombre, el Pacto Internacional de Derechos Civiles y Políticos, la Convención Americana sobre Derechos Humanos, los Principios Básicos para el Tratamiento de los Reclusos (R. 45/111 de la Asamblea General de las Naciones Unidas de 1990) o las Reglas Mínimas para el Tratamiento de los Reclusos (R. 663-C y 2076 del Consejo Económico y Social de las Naciones Unidas) abonan el concepto de respeto a la dignidad propia de la persona humana, aun privada de su libertad. Ello supone que el Estado opera como garante de la libertad de las personas humanas y que la injerencia que disponga a partir de las restricciones a aquella no puede soslayar el respeto a sus derechos humanos y fundamentales.(11)

El derecho al reconocimiento de la personalidad jurídica en igualdad de condiciones y al pleno goce de los derechos civiles ha sido una constante que ha llegado a su hito más próximo con la Convención de los Derechos de las Personas con Discapacidad, la cual, a partir de la sanción de la ley 27044 en diciembre/2014, goza de jerarquía constitucional en los términos del artículo 75, inciso 22), último párrafo, de la Constitución Nacional. Este tema de la capacidad como manifestación de la personalidad reconocida al ser humano está íntimamente vinculado con el ejercicio de los derechos que hacen al despliegue de dicha personalidad.

Siguiendo la huella de dicha Convención, cuyo artículo 12, en la temática que nos compete para este trabajo, pone en pie de igualdad a todas las personas -aun las discapacitadas- en cuanto al reconocimiento de su capacidad jurídica, primero la ley 26657 y ahora el Código Civil y Comercial consagran un nuevo modelo, a cuya luz ha de encararse la problemática de ciertos sectores vulnerables y, a consecuencia de ello, definir el grado de intervención que le cabe al Estado cuando se trata de limitar la autonomía del sujeto afectado.

Desde una perspectiva ontológica, el sistema instaurado se centra en el reconocimiento y la valoración de la persona humana como ser racional único en sí mismo, irrepetible y autónomo; de allí que destaquen tanto la remisión a la aplicación de los tratados internacionales sobre derechos humanos como fuente del derecho como el reconocimiento de la autonomía personal(12), tanto expresa como implícitamente, tan vinculada con el principio de la inviolabilidad del sujeto(13), consagrado expresamente en el artículo 51 del nuevo Código Civil y Comercial, así como con el de dignidad personal, que se traduce en un sinnúmero de artículos.

En este marco, la legislación civil ha consolidado la idea de que el ser humano es la razón de ser y el centro de atención del ordenamiento jurídico y, por lo tanto, solo es legítimo cercenar su autonomía personal cuando medien circunstancias que, de persistir, tendrían consecuencias desfavorables para aquel. Es así como instituye un sistema que se traduce en limitaciones a su plena autonomía personal, cuando por razones de edad o afectación de sus facultades mentales no tenga aptitud suficiente para tomar sus propias decisiones y actuar en consecuencia.

La restricción al pleno ejercicio de sus derechos está legitimada entonces, para nuestra legislación civil, en dos causas: la edad y la insuficiencia mental que obsta a la comprensión de los actos que pueda realizar el sujeto. Mientras que, en el primer caso, la ley favorece progresivamente el ejercicio personal de los derechos y la realización per se de los respectivos actos -principio de la capacidad progresiva-, en el segundo caso, la ley recorta ese ejercicio cuando median circunstancias que lo justifican, pero siempre respetando el mayor margen de autonomía posible en el individuo -principio de la capacidad residual-.

La aptitud jurídica para ejercer los derechos de que goza el sujeto es, por regla, general y solo admite limitaciones “a medida”, según sean las circunstancias personales del sujeto.

Esta idoneidad que se le reconoce, de poder ejercer por sí todos los derechos que no sea imprescindible restringir para preservar al sujeto, se mantiene aun en el caso de que se vea privado de un derecho tan fundamental como es la libertad ambulatoria. Si hablamos de capacidad de ejercicio, sea menor o adulto con déficit psíquico, el estar institucionalizado no implica pérdida de aquella, que se mantiene, con los ajustes que impongan las circunstancias.

La privación de la libertad ambulatoria, sea por razones médico-psiquiátricas o penales, tiene estas dos únicas causas en nuestro sistema jurídico, que se consideran legítimas siempre que se cumplan los recaudos previstos en la norma; pero ello no significa que el sujeto pierda su capacidad general de ejercer sus derechos.

Ahora bien, llegados a este punto, tenemos una legislación civil que -salvando la minoridad, que obedece a una cuestión de desarrollo biológico natural- solo acepta la limitación de la capacidad de ejercicio en cuestiones puntuales, justificadas por la insuficiente o inexistente comprensión del sujeto respecto de ciertos actos, reservando la declaración de incapacidad como situación extrema, cuando el sujeto está imposibilitado de expresar su voluntad por cualquier medio y/o formato comprensible (art. 32, CCyCo.); y una legislación penal que toma como consecuencia válida -dejemos de lado si es o no una pena accesoria- la privación de derechos personales y patrimoniales fundamentales, asimilándolo a un “incapaz” en cuanto le asigna un “curador”.

Entendemos que hay aquí dos cuestiones: a) si al penado se lo puede equiparar con el capaz restringido, y b) si le cabe la designación de un curador.

a) Estatus jurídico

Siendo la capacidad y sus limitaciones una cuestión de orden público, entendemos que no cabe sostener la equiparación entre quien cumple una pena de determinada extensión temporal y quien, por un déficit mental, está en desigualdad de condiciones para interactuar por afectación de su discernimiento.

Por otra parte, el Código Civil y Comercial no incluye, dentro de las situaciones donde cabe la limitación de la capacidad de ejercicio, la del penado y, desde esta perspectiva, no podría considerarse que la norma del Código Penal enmarcada en un sistema ya derogado pueda sobrevivir.

Tendríamos que pensar si se puede acomodar al nuevo paradigma, respetando las circunstancias personales del sujeto.

A más de esta no inclusión en los supuestos de excepción que habilitan la restricción a la capacidad como estatus jurídico del sujeto, advertimos que la pérdida de derechos a que los somete ha quedado desfasada en términos del nuevo paradigma.

La afectación de la patria potestad ya había sido incluida en el Código de Vélez por la ley 23264 del año 1985, en el artículo 309, con el alcance de “suspensión”; no de privación, que sí cabía para el caso en que el delito por el cual resultaba penado hubiera tenido como víctima al hijo.

El nuevo Código mantiene esta suspensión de la ahora denominada “responsabilidad parental”, que no es otra cosa que “…el conjunto de deberes y derechos que corresponden a los progenitores sobre la persona y bienes del hijo, para su protección, desarrollo y formación integral, mientras sea menor de edad y no se haya emancipado” (art. 638), en el artículo 702, inciso b): “…el plazo de la condena a reclusión y la prisión por más de tres años”.

No se alude allí expresamente al artículo 12 del Código Penal; solo se replica su presupuesto normativo. Sin embargo, es llamativo que se haya mantenido esta restricción al ejercicio de los derechos familiares, cuando ya se venía insinuando fuertemente en la doctrina y jurisprudencia un rechazo a su aplicación de modo automático y el mismo Anteproyecto de Código Penal para la República Argentina de 2013, al referirse a la pena de “inhabilitación”, solo la contempla con carácter especial, como accesoria de la pena de prisión, referida a los empleos, cargos, funciones o comisiones públicas.(14)

No es esta la oportunidad para ahondar en el punto, que ya ha merecido el análisis de la doctrina especializada(15), sino solo plantear la alternativa de considerar con flexibilidad la restricción que, según la opinión generalizada, se aplica de pleno derecho y objetivamente sin considerar la situación familiar del condenado.

Si bien el argumento que la sostiene es el hecho del encierro, con todo lo que ello implica en la dinámica diaria de la relación progenitores-menores, lo cierto es que dicha lógica se debilita ante razones tanto legales como prácticas.

Así, en el primer caso, se desatienden principios consagrados en documentos internacionales con jerarquía constitucional [art. 75, inc. 22), CN], como la Convención Americana sobre Derechos Humanos [art. 5, incs. 2) y 3); art. 11, inc. 2), y art. 17], la Declaración Universal de Derechos Humanos (art. 5), el Pacto Internacional de Derechos Civiles y Políticos (arts. 7 y 17), la Convención sobre los Derechos del Niño (art. 3), artículos fundamentales de la Constitución Nacional, como el 14 bis, 16 o 18, principios consagrados en la ley 24660 de ejecución penal (arts. 1, 16, 17, 23, 158, 160, 166, 168, entre otros), y la propia normativa del Código Civil y Comercial en materia de responsabilidad parental y su ejercicio [arts. 639640641, incs. c) y d), fundamentalmente, 643645652 y 654, entre otros].

Cabe reparar, en este sentido, en que aun equiparando el penado al incapaz, en materia de responsabilidad parental, el mismo artículo 702, en su inciso c), requiere una sentencia firme que evalúe “razones graves de salud mental” que impidan su ejercicio; es decir, insuficiencia mental para tomar decisiones, que no es el caso del penado a quien se le aplicaría automáticamente la medida.

Desde el punto de vista práctico, la norma, antes que solucionar la “incomunicación” derivada de la reclusión del penado, abre la puerta a otros conflictos no menos importantes. Cabe preguntarse qué pasa si la relación es monoparental o si el otro progenitor está totalmente desvinculado de la relación familiar, si no hay familiares o referentes en quienes se pueda delegar el ejercicio de la responsabilidad parental, o si se da el supuesto -que no por poco probable es imposible- del artículo 70 de la ley de ejecución penal, donde el condenado cumple prisión domiciliaria y convive con el hijo, o si se trata de un menor adoptado por el penado.

Es cierto que todas estas cuestiones y las que se puedan suscitar encontrarán una solución a nivel judicial, pero no es menos cierto que una previsión objetiva y de aplicación automática, como la contenida en el artículo 702, inciso b), del CCyCo., debería ser evaluada previamente a su aplicación, en función de las circunstancias del sujeto, su entorno referencial y su derecho básico a mantener un rol activo en el grupo familiar.

En cuanto a los derechos patrimoniales de los que se ve privado el penado en virtud de lo dispuesto en el artículo 12 del Código Penal, advertimos que la medida es extrema, pues afecta su aptitud para tomar todo tipo de decisiones por actos entre vivos, respecto de la gestión de su patrimonio.

La nueva legislación civil adopta un criterio restrictivo en materia de autonomía en la gestión del patrimonio de un sujeto. Así, se la restringe a quien, por sentencia firme, ve limitada su capacidad de ejercicio o se incapacita (art. 32), se lo inhabilita por prodigalidad (art. 49) o se encuentra ausente y no tiene representante o lo tiene, con poderes insuficientes (arts. 79, 84 y concs.). Solamente en los casos de incapacitación y ausencia se designa un “curador”, que implica facultades de representación y supone la sustitución de la voluntad del sujeto en la gestión patrimonial. En los otros casos, el sujeto mantiene su autonomía patrimonial, pero integradas sus decisiones con un asistente que el nuevo Código denomina “apoyo”. La idea del “apoyo” es, precisamente, reforzar la gestión autónoma del individuo y solo por excepción, para ciertos actos, el juez le puede conferir carácter representativo a su intervención.

Se advierte, entonces, que un “incapaz” para la actual legislación supone una decisión extrema que califica jurídicamente la situación de quien no puede expresar su voluntad sana y así interactuar válidamente con sus semejantes. En este marco, el penado no es un incapaz. ¿Podremos considerarlo un capaz restringido?

De hecho, la privación de la gestión patrimonial supone una limitación a su capacidad de ejercicio, pero tampoco parece válido ubicarlo en esa categoría jurídica, pues esta requiere una declaración judicial que, a su vez, desencadena una serie de efectos que no atañen a la situación del penado. Consideramos entonces que el penado no deja de ser un sujeto de derecho capaz de ejercicio, si bien podemos encontrarnos en la necesidad material de arbitrar mecanismos que le permitan proteger su patrimonio.

b) Designación del “curador”

Ya hemos mencionado que esta institución ha sobrevivido en la nueva legislación con iguales funciones que las que adoptó Vélez -es decir, representativas- y para los mismos casos previstos en legislación anterior: incapaces y ausentes. De allí que, en su momento, se asignara al penado un curador, como a los incapaces.

Sin embargo, la privación ipso jure del derecho de administrar y disponer de su patrimonio por sí mismo al penado y su reemplazo por un “curador”, como si no estuviera, no se lo pudiera localizar o si fuera absolutamente incompetente para tomar sus propias decisiones, lucen excesivos y sustancialmente contrarios al espíritu del nuevo ordenamiento civil.

En primer lugar, como sostuviéramos, no cabe darle el estatus de incapaz ni equipararlo al ausente, de quien se desconoce paradero y/o existencia; el penado es ubicable; salvo que adolezca de alguna patología mental, no está afectada su habilidad para comprender y responsabilizarse de sus actos; no está incomunicado con el mundo exterior.

Es cierto que el encierro lo aísla de la rutina diaria, pero ello no significa que le vayamos a negar el derecho a tomar sus propias decisiones o ser parte de ellas. De hecho, en la ley de ejecución penal encontramos un número importante de normas destinadas a evitar la desvinculación familiar y social del penado.

La institución de la “curatela” tiene, para nuestro sistema jurídico, un contenido preciso: sustituir la voluntad del sujeto por la de un tercero. En el acápite anterior nos referíamos a los supuestos para los cuales el Código Civil y Comercial reserva este instituto, mientras que le suma -a los fines de la protección de los derechos personales y patrimoniales en ciertas situaciones subjetivas- la figura del “apoyo”, con funciones de asistencia.

Con anterioridad, hemos tenido oportunidad de expedirnos sobre la autonomía del sistema de apoyo consagrado en el Código Civil y Comercial(16) como un recurso idóneo para asegurar el ejercicio de los derechos a quienes se ven afectados por limitaciones materiales que les dificulta la acción. Si a quien es inhabilitado por prodigalidad o tiene restringida su capacidad por sentencia se le impone un apoyo-asistente para la gestión en mayor o menor medida de su patrimonio, ¿por qué razón al penado se le designa un curador-representante, colocándolo, así, en una situación más gravosa?

Para cerrar

En estas líneas se han tratado de volcar algunas dudas vinculadas con la vigencia efectiva del artículo 12 del Código Penal, frente al paradigma del reconocimiento y tutela de los derechos fundamentales del individuo, sobre la base del respeto de su autonomía personal.

Coincidentemente, ya concluyendo este trabajo, se publica un fallo de la Corte Suprema de Justicia, dictado el pasado 11 de mayo y recaído en la causa “Recurso de hecho deducido por el Fiscal General ante la Cámara Federal de Casación Penal en la causa ‘González Castillo, Cristian Maximiliano y otro s/robo con arma de fuego’” (CSJN – 3341/2015/RH1), donde el Máximo Tribunal se expide, específicamente, sobre la constitucionalidad de las disposiciones segunda y tercera del artículo 12 del Código Penal.

Sostiene, básicamente, la congruencia entre lo dispuesto por dicha norma, la ley 24660 y el nuevo Código, en tanto no solo el último no deroga aquella sino que, en cuanto a la actual responsabilidad parental, reproduce la medida y, en cuanto a “…las restricciones a la capacidad para la administración de los bienes, si se tiene en cuenta que el nuevo marco normativo les ha asignado un carácter estrictamente excepcional (conf., especialmente, arts. 31 y ss., CCyCo.), difícilmente pueda sostenerse la argumentación de la Cámara con relación al carácter cruel, indigno o infamante de la curatela a la que queda sujeto el penado” (Consid. 8).(17)

Pareciera que esta toma de posición de la Corte echa por tierra cualquier duda respecto de la aplicación plena del artículo 12 del Código Penal. Sin embargo, y sin perjuicio del valor jurídico que supone un precedente del Máximo Tribunal del país, lo cierto es que no ahonda en una justificación que supere la literalidad de los textos, fundamentalmente en lo que concierne a la asignación de un curador.

Como hipótesis a analizar, nos planteamos la alternativa de considerar de aplicación facultativa las medidas civiles que acompañan la sanción del artículo 12 del Código Penal: su aplicación con la flexibilidad que exigen las circunstancias personales del penado, evitando así una medida que pueda resultar excesiva o alejada de su realidad vital.

En principio, no habría por qué suspenderlo automáticamente en el ejercicio de su responsabilidad parental si ello implica excluirlo de las decisiones vinculadas a su descendencia y se puede mantener una relación donde sí se le impongan ciertos condicionamientos a su ejercicio, fundados en las características de la relación familiar, en la proximidad con el centro de vida o en la extensión de la condena.

Cuánto más que plantear respecto de la negación de su derecho a administrar y disponer de sus bienes por actos entre vivos, cuando, en términos de “representación”, el sujeto cuenta con la capacidad jurídica necesaria para apoderar a un tercero que elija discrecionalmente; sin llegar a ese extremo, contamos con el sistema de apoyos, que a partir de la asistencia al penado puede integrar con él los actos de contenido patrimonial que fuere necesario realizar sin omitir su voluntad.

Seguramente es más fácil de implementar la designación de un “curador” que lo represente en simultáneo con la aplicación de la pena, sin saber si lo necesita o no, o si tiene a su alcance algún otro recurso que, con una medida de apoyo, pueda superar las dificultades propias del encierro, pero es más digno, a pesar del parecer de la Corte Suprema de Justicia.


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La Revista, dirigida por el Dr. Jorge Berbere Delgado, tiene como objetivo profundizar los nuevos paradigmas que han surgido en los últimos años y que impactan en las relaciones de familia, por un lado en los avances en la biociencia y biotecnología y por otro las nuevas actitudes sociales y culturales.

Fuente: Editorial Erreius